Hemos aprendido desde pequeños que el sentimentalismo (el hábito de sentir a flor de piel las emociones y mostrarlas en público) era propio de personas débiles, inmaduras o con déficit de autocontrol.
Además, se ha extendido en nuestro imaginario colectivo el lugar común, machista como pocos, de que plasmar ciertas emociones -como el llanto- pertenece al ámbito de lo femenino.
Sin embargo, aunque lentamente, va ganando terreno la convicción de que vivir las emociones es un elemento insustituible en el proceso que nos lleva a alcanzar la madurez personal e incluso el desarrollo de la inteligencia.
Mimar nuestro momento emocional, aprender a expresar los sentimientos sin agresividad y sin culpar a nadie, ponerles nombre, atenderlos y saber cómo descargarlos, es un eje clave de interpretación de lo que nos ocurre.
La mayor parte de las habilidades para conseguir una vida satisfactoria son de carácter emocional, no intelectual.La gente más feliz, no son quienes tienen el mejor expediente académico, ni el mejor trabajo, sino los que han sabido exprimir sus habilidades y aplicar bien su inteligencia emocional.
La inteligencia emocional es la habilidad de las personas para atender y percibir los sentimientos de forma apropiada, la capacidad para asimilarlos y comprenderlos adecuadamente y la destreza para regular y modificar nuestro estado de ánimo o el de los demás.